UN TRABAJO AGRADABLE, AUNQUE NO LO PAREZCA

En este mi gratísimo tercer (puede que cuarto) curso prestando servicio en nuestra libroteca, no me he quebrado. Cuando, empezando el curso, le pedí al gran curaca que comparte despacho con Miguel Ángel que me asignara alguna guardia de recreo, no imaginaba que sería tan cicatero. Solo media hora semanal de esa ocupación me asignó, ¡y ni siquiera me permitió bregar todos los meses con los hermanos libros! El resultado ha sido que no he contado con más de veinte y pocas horas de atención formal directa in situ en todo el curso; y que, consecuentemente, la faena más entretenida y divertidamente desesperante, que es la de registrar obras nuevas, casi me ha eludido. Es lo malo de estar en un equipo colmado de acaparadores de tareas: que, si no andas listo, te dejan a dos velas. Cada vez que subía y me encontraba allí con Lola y algún otro (u otra) mano a mano, registrando libros sin empacho, se me caían los palos del sombrajo. ¡Aquello era acoso moral! Así que no me quedó más remedio que acecharlos solapadamente, averiguar dónde escondían los registrandos volúmenes, escamotearles hasta una decena de ellos (más habría sido afición insana, expiación, suicidio) y, harto solertemente, celarlos tras la pila de cartapacios, legajos, mamotretos, botella acuífera y demás chismes que, debidamente estratificados, atiborran sedimentariamente los bajos de la mesa computatorial. Solo así he podido catar este curso el dulce tormento y reposado trabajo de inventariar fondos nuevos y emplazarlos en los atestados anaqueles del lugar.

No me he herniado, es cierto; pero no me han faltado ocasiones de renegar con distinguida elocuencia o soez facundia, según los casos, el humor y la compañía, de la interfaz (o como se llame la cosa con propiedad) del portal que usurpa el nombre de quien fuera preceptor del infamado descendiente de Cneo Domicio Enobarbo y Agripina la Menor. Eso, claro, tengo que agradecérselo al capo de personal, que me endilgó por el lado informal lo que por el oficial casi me vedara, asignándome como aula propia, exclusiva e inalienable, sospecho que ad rudem (o, con una expresión menos propia; pero más comprensible así, en bruto, del latinajo, ad jubilationem), la propia biblioteca; porque ello me ha facilitado disfrutar a deshoras, entre clase y clase, del deleitoso quehacer de buscar, prestar y acoger de vuelta a no pocos de los resignados residentes del depósito que hacían su forzada peregrinación anual por regiones, pagos, manos y climas foráneos. Empero, no me quejo: me precio de ser un tipo afable y oficioso, en mi nada modesta opinión, y me complace ser útil, aunque para ello tenga que pelearme a coces, gruñidos, mojicones y tarascadas con el Pulséneca.

No me he deslomado, es verdad. Pero no todo ha sido descanso y solaz, a pesar de mi acomodaticio humor; especialmente, cuando, en medio de una disertación, empezaba a oír el ominoso runrún que anunciaba la inminente mutación climática que, en pocos minutos, convertía la sala en un paraje glacial... Βοῦς ἐπὶ γλώσσῃ μέγας βέβηκεν (un buey sobre la lengua, enorme, pesa): así expresaba Esquilo, en su Agamenón, lo que los miserandos inquilinos de esta nuestra actual edad de herrumbre manifestamos con el garbancero "mejor me callo". Era otra humanidad aquella, ¡ay!, y otros tiempos.

¡La nostalgia! Nada mejor, para sortear sus embestidas, que sumergirse en la remembranza de los ratos felices. Ver multiplicarse la población de la mangateca fue uno de ellos, aunque no me hago a esos libelos que se leen en cristiano, pero hacia atrás; otro, el que nos alivió el espíritu el día del santo de Capadocia. Aquella jornada, el turborrecital de Federico no diré que estuviera macanudo, pero salió. Resultó, aunque ni uno solo de los ejecutantes considerase mi recomendación de que, en el recitado, moderasen sus naturales ansias de despachar pronto y el casticismo de su dicción. En circunstancias tales, a nadie daña precisamente una pronunciación sosegada y medianamente canónica del castellano ¡con eses finisilábicas incluidas! Pero no me atendió ni el Tato. Su rebeldía, sin embargo, tuvo su lado provechoso; porque ¿no os pareció, cuando veíais con los ojos de la imaginación pasar a Antoñito el Camborio, Thamar, Amnón, Preciosa y demás figuras a velocidad de bólido por el escenario, que estabais recibiendo una lección magistral, con ejemplo experimental y todo, del conocido efecto Doppler? A mí sí, pero barrunto que tal percepción también podría atribuirse a mi inmoderado talante de viejo cascarrabias.

Fuera de lo antescrito, nada más tengo que añadir, salvo manifestar mi reconocimiento a toda la familia de biblioteconomistas que este curso hemos servido bajo el si apacible, no menos implacable imperio de Lola, nuestra Magna Mater.  





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