HASANSEAHOGÓ (cuento)

En 1943, el escritor tracioturco Sabahattin Ali (1907-1948) publicó Yeni Dünya, una colección de trece relatos, que concluía con un  hermoso cuento que  recrea una trágica historia de amor de la región de Edremit: Hasanboğuldu (traducido, Hasanseahogó). Su escenario son las tierras que rodean el golfo de Edremit (Edremit Körfezi), frente a la isla griega de Lesbos. Todos los lugares y accidentes geográficos mencionados en él son reales. Zeytinli, Edremit, Beyoba, Kızılkeçili, Burhaniye y Akçay son localidades de la actual provincia de Balıkesir, y los montes Madra (Madra Dağları) e Ida (Kaz Dağı) son los macizos que ciñen las orillas meridional y septentrional, respectivamente, del golfo de Adramitio. También son auténticas la isla de Hecatonisa (Cunda adası o Alibey adası), frontera de la ciudad portuaria de Ayvalık, la laguna Saltagua (Sutüven), el pico Mozarrubia (Sarıkız tepesi), a cuyas faldas se hallaba el aduar de Altabraña (Yüksekoba), y la misma poza de Hasanseahogó (Hasan Boğuldu Göleti), sita en las faldas del Ida, unos kilómetros al noroeste de Edremit. La leyenda, que en 1990 tuvo incluso una bastante endeble adaptación cinematográfica, dirigida por Orhan Aksoy y protagonizada por Yalçın Dümer y Hülya Avşar, tal vez la conociera el autor por su madre, que era oriunda de la región, y la refiere así:

 

HASANSEAHOGÓ

Sabahattin Ali


Iba a quedarme tres o cuatro días en un aduar de tras­humantes sito en una de las pendientes del monte Ida que miran al mar Egeo. Me había invitado un nómada de buena talla y barbicano con quien trabara amis­tad cuando venía a vender candela y miel al mercado de Edremit, y al que yo había ayudado en algu­nos asuntos menudos ante la administra­ción. «Si te place —me dijo— dormir en una tienda, ven. Comerás miel fresca, y bebe­rás aguardiente hasta hartarte».

            Aunque le había dicho que me iría con él cuando ba­jara otra vez a la villa, una mañana seca y sin viento me dio por po­nerme en camino yo solo. Esperaba llegar al campamento, cuya situación conocía aproximada­mente, a mediodía, preguntando en los pueblos por donde pa­sara. Caminaba despacio por un ca­mino hun­dido entre ta­ludes cubier­tos de una trama de zarzas y sauzgatillos que se alargaba entre olivos centenarios, quizá milena­rios. El sol, que subía a mi espalda, tendía mi sombra so­bre las rodadas de los carros y la prolon­gaba a lo lejos, y una suave pero fresca brisa primave­ral, que me soplaba en la cara desde el mar, me recor­daba que me alejaba del caserío. La tierra había embe­bido la escarcha, y el aroma de la hierba fresca sa­tu­raba el entorno. Gorriones y alondras gorjeaban sal­tando de árbol en árbol, mientras de los lugares donde daba el sol subían rizos de vapor. En el huerto de un ca­fetín de la aldea de Zeytinli, sita en las faldas del Ida, que tenía una alberca sombreada por sau­ces llorones, tomé té y pre­gunté por el camino de Altabraña. «Nun­ca he llegado hasta allí —me explicó el patrón—; pero, según tengo entendido, pasado Beyoba, su­biendo por el arroyo de Kızılkeçili, se entra en la mon­taña. Al lle­gar a los ma­nantiales, subes la ladera de la izquierda y recorres un tiro de bala por el verana­dero». Yo, que ni tenía noticia de Beyoba ni de los ma­nan­tiales, debí de que­darme mirando pas­mado al buen hom­bre a la cara, porque añadió riendo: «Aquel no es sitio para que un foras­tero vaya solo. Puede extra­viarse en la sierra y en los bos­ques».

            —¡Qué va! Lo encontraré preguntando.

            —Y ¿a quién preguntará? Pasado Beyoba, no verá a na­die.

            No contesté. El patrón se llevó la taza. «Y ¿si me vol­viera a Edre­mit —pensé— y allí esperase a nuestro bar­budo Ismail Babá?». Enton­ces regresó y me anunció: «Ha habido suerte, jefe: hay al­guien que va a Altabraña. Puede ir con ella».

            Me levanté en seguida. Ante el café había una nó­mada de tez tos­tada por el sol y finas trenzas que le caían por la espalda, vestida de amari­llo canario. «Ha­yer, niña —le explicó—, el señor dice que va al aduar, in­vitado por el viejo Ismail Babá. Llévalo». La mujer me miró de pasada a la cara y me ordenó: «Vamos, en mar­cha». Cuando volvió el rostro hacia mí, me percaté con asom­bro de que aquella mujer no era más que una mo­cita de entre dieciocho y veinte años solo. Con ella siem­pre unos pasos por delante y yo detrás, bregando por alcan­zarla, nos pusimos en marcha. El patrón, des­de atrás, nos miraba sonriente. Fuera del poblado, cuando nos metimos entre los olivares, Hayer se reco­gió las faldas del vestido amarillo; se las sujetó a la cin­tura; se quitó los zapatos bajos de piel gruesa y bru­ñida; los metió en el zurrón, y echó a andar hollando el suelo con los pies descal­zos. Bajo el delgado pañuelo con remate de punti­lla que le cu­bría la cabeza llevaba un fez adornado de piezas de oro que, a cada paso, se estremecía ligera­mente. Bajo el peso del zurrón, su es­pi­gado talle se incli­naba levemente hacia adelante.

Andu­vimos una hora sin mediar pala­bra. Pasamos por Beyoba, un casar de cinco o diez alquerías disper­sas entre algunos árbo­les fruta­les y, poco des­pués, por un molino de agua de­sierto y abando­nado a la ruina, a la sombra de un plá­tano enorme. Acabados los olivares, ya empe­zaban los pinares. Ba­jamos a una gar­ganta oscura, poblada de som­bra, donde no al­can­zaba la luz del sol. Frente a no­so­tros se erguía una mon­taña muy escarpada de cuya falda, aún oculta a nues­tra mi­rada, nos venía directo el fragor de un to­rrente, que se precipitaba impe­tuoso. La joven Hayer volvió un mo­mento la cabeza y dijo: «Ire­mos corriente arriba. Lleva mucha agua; mira dónde pi­sas».

            Descendimos por una trocha empinada y angosta entre las peñas, y nos en­contramos con el arroyo de Kızılkeçili. El agua, que brincaba espu­meante de risco en risco por el estrecho ba­rranco donde se unían las dos vertientes, saturaba los oídos con su estruendo. Echa­mos a an­dar por una vereda estrecha al borde mismo de la corriente, a menudo saltando de piedra en piedra. Unas veces bajábamos a la orilla del arroyo; otras esca­lábamos hasta la cresta y mirábamos desde lo alto los saltos y rabiones, blancos de espuma. La que­brada se iba estre­chando. De las grietas de las peñas que se em­pina­ban a ambos lados brotaban pinos desco­munales, que se des­plegaban torcidos en el vacío. Me costaba al­canzar a Hayer, que brincaba descalza por las piedras, que res­plandecían lamidas por el agua. Aquí y allá, todo a lo largo de la rivera, los peñascos, gran­des como ca­sas, que cortaban el paso al arroyo que se precipitaba de la mon­taña, o la propia agua, que caía desde las ro­cas y hora­daba la tierra blanda que había al lado, ha­bían formado unas pozas grandes y profundas. Cada vez que dábamos con uno de estos remansos, en cuyo mo­vedizo espejo se re­flejaban las som­bras de los gigantes­cos pinos o plátanos que las circundaban, o cuya agua se precipitaba espu­meando en ellas desde peñascos que a me­nudo eran tan altos como un hom­bre, la joven que me precedía me ex­plicaba sin volver la cabeza: «¡A esta le dicen laguna Loca!», o «¡esta se llama charca de Castores!».

Al aproximarnos a un lugar donde la hoz se en­san­chaba un poco, nos atronó los oídos un fragor es­pantoso. «¡Es­tamos en Saltagua!», me gritó Hayer. De un caño de dos o dos metros y medio de anchura ma­naba un agua abundante e im­pe­tuosa que, al llegar a una roca blanquí­sima, de repente, se hallaba ante el va­cío y, por un momento, parecía detenerse. Luego, con una acele­ra­ción más pavorosa que la que ya traía, se pre­cipi­taba, toda espuma, en una hoya profunda; bullía un mo­mento, cabrilleaba, se desviaba a la derecha, sal­taba sobre unas piedras blancas, y seguía su camino. Si uno se llegaba hasta el borde y miraba abajo, le en­volvía el rostro una neblina, y un tronido continuado reso­naba en los escar­pados montes que se erguían a los lados. A los labios me vinieron los primeros versos de un poema que describe esta cas­cada:

 

Vapor puro, de un cantil salta

Diecisiete metros el agua

Con el olor de la montaña…

 

Hebra a hebra, delgada, mana

Hasta un espacio de tres brazas:

¡Melena azul y espuma blanca!

 

Acuclillada a un canto, la zagala volvió los ojos a mí y, luego, al salto; se echó el zurrón a la espalda, y reini­cia­mos la subida torrente arriba entre dos taludes mon­ta­ñosos que se iban apretando más y más. Más cerca de la fuente, el arroyo no corría ya: saltaba de peña en peña en una hilera de cascadas. En un sitio, los riscos que con­tenían el cauce se acercaban uno a otro a dos pasos. Las aguas penetraban raudas en esa angos­tura de cinco o seis metros de largo y, oscurecidas por tonos negruzcos, la cruzaban con una furia y velocidad nunca vistas. A la sa­lida se explayaban sobre un lecho de arena y guija­rros, y reían con carcaja­das burbujean­tes y blancas.

La senda se tornó muy escabrosa. En un sitio de ac­ceso difícil si uno no se agarraba a las piedras, arbus­tos y pinos jó­venes que se alza­ban a ambos lados, apa­reció una extensa poza. De extremo a extremo medía quince pasos, recogía el chorro que caía de un alto can­til y era tan honda como la altura de tres hombres. In­cli­nado ha­cia ella, un plátano, cuyo tronco apenas abar­carían cua­tro personas, tendía su ra­maje sobre el agua. En­tonces el sol, alineado con el extremo inferior de la garganta, atra­vesaba desde atrás sus anchas fron­das e iluminaba la gruesa arena y los guija­rros, blancos como la leche, del fondo de la la­guna. Aquí y allá, al pie del salto, se for­ma­ban remolinos erráticos que, al llegar al borde, como si de repente hubieran hallado el ca­mino, discu­rrían de prisa y se iban, pasando sobre una gran lastra. La joven pasó por allí sin detener su mar­cha; pe­ro yo, que me afa­naba por alcan­zarla, no podía dejar de vol­verme a con­templar tan escondida belleza. Gritando para ven­cer el estruendo del agua, le pre­gunté: «¿Esta poza no tiene nombre?».

—¡Hasanseahogó!

—¿Cómo has dicho?

—¡Hasanseahogó!

—¿Quién es Hasán?

—¡Uno de Zeytinli! ¡El hortelano Hasán!

—¿Cuándo se ahogó?

—¡Hace mucho! ¡Cuarenta o cincuenta años!

—¿Cómo se ahogó?

La chica se paró, tornó atrás, y miró el agua y al plá­tano. Esta res­plandecía a la luz del sol como el vien­tre de un pez, y el plátano ocul­taba a rodales su super­fi­cie. «Cuando lleguemos a terreno llano —me dijo—, nos senta­remos a descansar un rato. Te lo con­taré enton­ces».

Reanudamos la marcha y subimos mucho más. Cuando me volví a otear la quebrada por donde había­mos ascendido, empequeñecida y muy abajo, divisé la lla­nura. Entre olivos y choperas, las poblaciones, con el bermejo de los tejados y el blanco de los minaretes, pare­cían de ju­guete. «Hemos alcanzado las fuentes —me co­mentó Hayer—. Nos metere­mos en la montaña por aquí». Me di la vuelta y miré. A ambas márgenes del arroyo, a unos palmos sobre el agua, separados entre sí no más de uno o dos pasos, habría como veinte vene­ros. Surtían bajo alguna gran roca o del suelo arenoso y fluían hasta el lecho de la rivera con un murmullo que recordaba el gorjeo combinado de una miríada de pája­ros. Corrí a tenderme boca abajo y descansé mientras bebía el agua insoportablemente fría de uno de ellos. También Hayer se agachó y, tomándola en el cuenco de la mano, se re­frescó el rostro y los alada­res.

Sudando por todos los poros, comencé a escalar la la­dera. El arroyo quedó abajo, a la derecha. A veces, pa­ra no resbalar y rodar por aquel sendero de cabras re­cu­bierto de agujas secas de pino, me arrodi­llaba y me asía a la rama de un enebro; otras, a una mata de tomi­llo que, al aferrarla, me traía con raíz y todo en la mano. La cuesta se sua­vizó por fin y, pronto, el hori­zonte se abrió ante nosotros. Al frente, por entre unos pinos dis­persos, divisé el mar. Avanzamos unos pasos más y nos sen­ta­mos en un lugar sombreado. Hayer, hurgando en su zu­rrón, observó: «Seguro que no traes nada de co­mer. Acércate y coma­mos». Como contaba con llegar a la braña en tres o cuatro horas, no llevaba nada con­migo. Enton­ces me percaté de lo ham­briento que estaba. Ella me puso delante un pu­ñado de tortas y, sobre el pa­ñuelo, estampado en rojo, dejó una bola de queso de ca­bra y unas cebollas frescas. Comí mientras exami­naba el en­torno.

El paraje donde nos encontrábamos estaba a una alti­tud de mil qui­nien­tos metros sobre el mar. Los bar­cos que ha­bía ante el embarca­dero de Akçay y los edifi­cios, dispersos en­tre los árboles, eran como cabezas de alfiler. Enfrente, la cordi­llera de Madra se desplegaba por detrás de Burha­niye como un informe montón de roca. El reverbero del mar encendido por el sol des­lum­braba y se dilataba hasta la isla de Lesbos, en­vuelta en sombras en el claros­curo de la lejanía; pasaba luego por su derecha, y se con­fundía con el cielo en la neblina del ho­rizonte. Las faldas del Ida bajaban hasta el golfo con­vertidas en un agre­gado de cumbres y pendien­tes de co­lores y formas di­fe­rentes. A nuestra espalda, el pi­co Mo­zarrubia, el más alto del macizo, er­guía su pela­do cabezo hacia la blan­cura de las nubes.

A mi lado, la muchacha envolvió en el pañuelo las tor­tas y el queso sobrantes, y lo metió en el zurrón. Yo, como queriendo manifes­tar que de ningún modo pen­saba levantarme en se­guida, me recosté sobre el pino que tenía a la espalda y le pedí: «Bueno, ¿me vas a con­tar cómo se ahogó ese Hasán?».

—Nadie vio cómo se ahogaba. Solo dicen que se ahogó allí.

—Bien, pero ¿por qué?

—Cuando lleguemos al aduar, te lo referirá cual­quiera a quien pre­guntes… ¡Ea, vámonos!

—No, niña —repliqué—. Salir justo después de comer no es bueno. Además, allí tengo mucho que ha­blar con Ismail Babá. Cuén­tame todo lo que sepas.

Hayer depositó el zurrón a su vera y meditó un mo­mento mien­tras me repa­saba con la mirada y me obser­vaba, como si tratase de descu­brir con qué in­terés la es­cucharía o cuánto po­dría entender. Había mu­cha serie­dad en su joven semblante, y en los ojos, negros y gran­des, tenía una expresión abstraída. «Cuen­tan que el tal Hasán era hortelano en Zeytinli», em­pezó diciendo. Du­rante su relato, miraba ante sí y, de tanto en tanto, a la llanura, mientras hurgaba la tie­rra con el índice de una mano que, de grande, no pa­recía sino la de un mancebo agra­ciado.

«Cuentan que el tal Hasán era hortelano en Zey­tinli. Tenía una huer­tecilla donde en verano sembraba melo­nes, sandías y verduras; en invierno se iba fuera a la re­colecta de la aceituna, y así vivía con su an­ciana ma­dre. Era muy joven; de hecho, es­taba en su primer bozo. Fuera de su madre, no miraba a otra mujer. Tam­poco en bodas y festejos se daba al aguardiente y a los bailes, como los otros solteros: era más co­mo una mo­cita. De regreso del mercado, siempre entregaba a su madre todo el dinero de la venta. En la braña hay gente que lo conoció y lo re­fiere. Mi madre aún era una niña. Fue en­tonces cuando Emine, una za­gala de nuestro aduar, lo encontró en el mercado de Edremit. A esta Emine la co­noció mi madre. Era dueña de setenta arro­bas de miel. Su padre talaba árboles y los tableaba, mien­tras ella y su madre se ocupa­ban de las colmenas. Era grande como una montaña y capaz de agarrar de los cuernos y tumbar de flanco los terneros y las vacas. El camino que hemos hecho, ella lo bajaba en dos ho­ras, y lo subía en tres. So­lía jugar mucho con los chiqui­llos, y a las chicas del campamento se las llevaba consigo a co­rrer y sudar por los bos­ques; luego a todas les be­suqueaba la mejilla. Pues esta Emine compró sandías a Hasán en el mer­cado de Edre­mit. Ya sabes: en suelo mon­tañoso hay pocos melones y sandías, por eso…

Mien­tras Hasán le metía las sandías en el zurrón, le dijo: “Niña, esto pesa, y el ca­mino del Ida es trabajo­so. ¿Cómo vas a subir?”. “¿Qué te piensas, lla­nerito? —le respon­dió ella, rién­dosele en la cara—. So­mos monta­ñe­ses. ¡La cuesta que vosotros no podéis ni esca­lar, no­so­tros la salva­mos con una carga de cuatro arro­bas!”. El chico quedó co­rrido y Emine se fue, pero al si­guiente día de mercado acudió de nuevo a su puesto. “Las sandías salieron buenas, rubiales —le dijo—. Toma, te traigo miel”. Bajó el recipiente que llevaba a la es­palda, tomó una bresca y se la dio. Con la cara encen­dida, el joven replicó: “¿Por qué te has molestado, mu­chacha?”. Ella no contestó, rio y se marchó.

A media tarde, cuando Hasán regresaba a la aldea con su asno, al lle­gar ante el almacabra de Kadıköy, re­paró en Emine. Iba delante, zurrón a la espalda. Mudo al principio, caminó de­trás sin decir palabra; luego se animó, arreó al burro, se le puso al lado, saludó y pre­guntó: “Buena jornada, zagala. ¿De qué aduar eres?”. La moza, al verlo, respon­dió: “Lo mismo digo, ru­biales. De Altabraña; y ¿tú?”.

—De Zeytinli. Hasta allí, nuestro camino es el mismo. Pon el zurrón en el ru­cho: andarás más descan­sada.

—¡Ca! Si en llano dejo que lo cargue un pollino, ¿cómo voy a su­bir luego con él a la montaña?

Marcharon juntos hasta Zeytinli. Hablaron poco, se mira­ron mu­cho, y se amaron ambos corazones. Des­pués de aquello, siempre regresa­ban juntos de la plaza. A veces ella se llegaba a la huerta de Hasán, en la parte baja de Zeytinli, y le traía leche, queso y miel; y él cogía para ella moras, guindas y cerezas. Hubo muchos que los vieron en mitad de la huerta, acuclillados uno junto al otro y conversando al pie del membrillo. Pero la ma­dre del muchacho, que se percató de que la cosa no po­día seguir así, lo sentó ante sí y le habló. “Hasán, hijo mío —le dijo—, desde que tu padre murió, eres tú el hombre de la casa. En cuanto a mí, hoy estoy aquí; pero mañana ya no estaré. La casa necesita una mujer. Para ti yo querría una chica de la aldea; pero tú sabrás… Si tanto amas a esa montañesa, aunque ya soy vieja, me iré con­tigo a su aduar. El otoño está cerca. Celebrare­mos la boda des­pués de la acei­tuna”.

También Hasán lo pensaba constantemente, pero de nin­gún modo podía abrir su corazón. Ahora, viendo que ya no ha­bía cómo demo­rarlo más, un día que Emi­ne bajó de la braña, la sentó a su lado en la huerta y le habló: “Emine, la primavera ha pasado; también el ve­rano, y ha emigrado la cigüeña. Antes de que entre el in­vierno y cu­bra de nieve los caminos, vente a mi casa; si no, yo me iré contigo”.

Pali­deció el semblante de la jo­ven. “¡Ay, Hasán! —se lamentó—. Tam­bién a mí, antes que a ti, me ha opri­mido el corazón el pensa­miento del in­vierno. Llegó el día de separarnos. Ni yo podría vivir en tu lugar, ni tú en mi campamento. Lo de este verano ha sido un gran ye­rro. Ahora olvídame, que yo te olvidaré a ti”. Con­turbado al oírla, el man­cebo la tomó de la mano y exclamó: “¡Pero, niña sin par!, ¿cómo puede descono­certe quien haya oído tu dulce voz y mirado tu ri­sueña cara? No digas eso. Quédate aquí; te ocuparás de la huerta, yo iré a la acei­tuna, y no necesitaremos a na­die”.

Emine rio en­tris­tecida. “Donde va la persona —re­puso—, allá va con ella su sustento. Pero no es eso lo que yo pienso. Soy monta­ñesa: no puedo vivir en este hoyo, ni juntarme con las alheñadas muje­res de vues­tro lugar, y eso te amargará. Dirán que ha venido una hereje y les ha ro­bado a Hasán, y eso me apenará a mí… No, una serrana no debe bajar de su montaña y su aduar al pue­blo y a una casa. Yo no debería haberte vis­to; pero, ya que lo hice, no debí ha­certe caso. Pero ¿qué po­día hacer yo? Fue culpa de tu dulce conversación y de tu grato semblante. ¡Ea, mi que­rido y rubio Hasán!, haz cuenta de que nos conocimos en sueños y que ya des­pertamos. Deja que me vaya a mi montaña”. Se le­vantó y voló como un pá­jaro. Hasán se la quedó mi­rando des­de atrás.»

Hayer se limpió en la falda el dedo con que hur­gaba en el suelo; me miró pri­mero a mí y, luego, al fren­te, al vacío. Yo le clavé los ojos en la cara, que veía de perfil: aún estaba bajo la fasci­nación de su mirada. Era como si de pronto aquella joven, que tan bien entendía los delica­dos y hondos recovecos del alma humana en toda su complejidad, y que con tan pasmosa facili­dad los descri­bía, me hubiera embrujado. Desvió la mirada y contem­pló, allí abajo, los reverdecientes árboles, las frescas mie­ses, el apretado follaje de los olivos, los ríos, que ora aso­maban, ora se escondían, y la llanura, que res­plandecía como fuego. Sus ojos, pensativos y absor­tos bajo las descuidadas ce­jas negras, los finos y apretados labios, y las polvorientas y aún sudo­rosas meji­llas relu­cían al sol que se filtraba por el ramaje de los pinos. Su rostro, que todavía conservaba los rasgos in­fantiles, te­nía una rara expresión de madurez. De abajo, acre­cen­tándose o menguando según soplara la brisa, nos lle­gaba el fragor del torrente, combinado con el susurro del pinar. Una desvaída fragancia de tomillo y pino col­maba el entorno. La muchacha alargó la mano a un lado, tomó del suelo una piña seca, y se puso a do­blar y rom­per las escamas. Luego se volvió a mí y, en una voz suave que se confundía con el crujido de la pi­ña que desmenuzaba entre los dedos, reanudó su rela­to:

«Desde entonces el semblante de Hasán dejó de son­reír y perdió el color; nada le alegraba el corazón, y ni abría la boca para hablar. Iba al mercado, vendía los membrillos y granadas, y regresaba sin saber qué había comprado o despachado. Un día, en fin, ya no pudo so­por­tarlo más. Era día de plaza en Edre­mit. Al caer la tarde, se sentó a la vera del camino de Altabraña, en la parte alta de Zeytinli, y aguardó a Emine: intuía que ese día la chica bajaría al mercado. Pronto se la vio al fondo del ca­mino. También ella tenía el semblante pálido y un aspecto des­dichado. Al ver a Hasán, se le afligió el cora­zón; pero su inten­ción era pasar sin decir palabra. Él le cortó el paso. “Emine —dijo—, no ha nacido en este mun­do valiente que contravenga a sus pasiones. Ten com­pasión y, si tu loco corazón no se aviene con este agu­jero, llévame contigo a la braña. Tendré por madre a tu madre, y por padre al tuyo; orde­ñaré las vacas y apa­cen­taré el hato, cortaré madera con tu padre, aca­rrearé las tablas desde la sierra… Tan solo no te vayas y me dejes aquí desventurado”.

Ella se detuvo, se agachó a su lado, se limpió los ojos con el brazo y le con­testó: “Me has tras­pasado el corazón, Hasán; pero, por desgra­cia, lo que di­ces no ha de ser. Quien nace en el llano no se hace a la mon­taña. El agua de los montes es fresca; pero sus sen­deros son ar­duos, y sus invier­nos duros. Cortar ma­dera bajo la nieve no se parece a sembrar sandías en el huerto, y al hom­bre que lleve allá como mío no lo deben avergon­zar los bravu­cones de nuestro aduar. Yo te co­nozco, y esos fanfarrones me importan poco; pero no puedo so­portar que te humi­llen ante mi madre, mi pa­dre y mis parientes. Deja que me mar­che”. “Haré cual­quier cosa —porfió Hasán—. Conside­raré a los jactancio­sos del aduar como herma­nos y me brindaré a hacer sus traba­jos; y, si me que­jara, repúdiame y mándame a mi lugar”. Emi­ne no lo creía, pero su ánimo se apaciguó. “Es­pera aquí dentro de una semana —contestó—. Entonces te da­ré mi respuesta”.

Una semana, ocho días pasó Hasán abrazado a su madre; pidió y otorgó la razón. Al fin sa­lió al camino y aguardó a Emine. A poco apare­ció ella. Traía un gran costal a la espalda, que cargaba sin si­quiera do­blar la cintura, como si fuera lleno de al­godón. Llegó a su lado y dijo: “He consultado con mis pa­dres, Hasán, y ellos con mis tíos. Ninguno aprueba bodas con la gente de abajo. ‘Niña loca —me reprendieron—, niña loca. ¿Es que no has encon­trado en el aduar un mozo a quien entre­gar el corazón?’

—El amigo de cada quien —les repliqué—, lo elige el co­ra­zón.

—Bien —contestaron—. En ese caso, probemos si tu man­cebo es hombre para emparejarse con la serrana Emine del Ida.

Lo hemos hablado y acordado. He comprado en Zey­tinli cuatro arro­bas de sal pura. Échate el costal a la espalda y, si puedes subir con­migo hasta Altabraña sin pararte a descansar, dentro de una semana celebrare­mos la boda. No hay en nuestro lugar un valiente que tome ojeriza a un hombre que viaje cua­tro horas mon­taña arriba con cuatro arrobas encima. Pero, si no pue­des, es nuestro sino.”

Sin decir palabra, Hasán se cargó el saco, y ella echó a an­dar de­lante. Iban ligeros, volando, como pája­ros. Pasaron por Beyoba y, ba­jando la pen­diente hacia el arroyo, la mu­chacha miró atrás. Hasán su­daba: tenía rostro y manos como bañados en agua. El corazón, tan ani­mado hacía poco, se le en­cogió. “No te quebrantes en vano —le acon­sejó—. Dame a mí el costal y me iré. Tú regresa a tu huerta”. “Cuando vine, juré que, si me vol­viera, no lo haría vivo”, replicó él, ace­zante, y siguió an­dando. Ella estaba atribulada, pero no hallaba otro re­medio.

Pasaron por el molino viejo y, al llegar a Saltagua, Hasán se de­tuvo. “¡Emine —se quejó—, esto que me exi­ges es una tor­tura! La sal me quema la espalda. Espera que recupere el aliento”. “En lo concer­tado no estaba pa­rar a descansar”, con­testó ella y siguió andando. Él fue detrás, saltando de piedra en piedra, y la alcanzó. Tras un corto reco­rrido, Hasán se detuvo otra vez y su­plicó: “Emine, has cedido a la crueldad de tu padre y de tu madre, y por eso me pruebas con tanto rigor. Basta con esto. ¡Venga!, regresemos a la aldea”. “Te lo advertí    —res­pondió ella con el corazón traspasado, pero sin mani­festar nada—. Estas montañas no son como pensa­bas. Dame el costal, que me vaya”.

Hasán se esforzó por avanzar un poco más. Hace un rato pasa­mos por Hasanseahogó. Antes la llamaban poza Celeste. Cuando Hasán llegó a ella, le cedieron las piernas y se de­rrumbó en el sitio. “¡Ay, Emine! —dijo—. Me matas en vano. No puedo vencer esta montaña. Torne­mos a la aldea”. Sin abrir la boca ni decir palabra, ella quitó el cos­tal al caído y continuó sola sin mirar atrás. Cuando desapareció tras los arbustos, él chilló como un pollito sin madre: “¡Emine, no puedo ir a tu braña ni volver a mi lugar! ¡No te marches y me de­jes aquí solo!”. Ella se paró. Se paró, pero no volvió la ca­beza, y continuó su camino. Solo cuando llegó a las fuen­tes dejó de oír sus gritos. “¡Emine, yo no he podido se­guirte; sígueme tú a mí!”, clamaba el pobre mucha­cho, sofo­cando el fragor del agua con sus gritos. Sin de­te­nerse a tomar aliento en parte alguna ni mirar atrás una vez si­quiera, Emine llegó al aduar con las cua­tro arrobas de sal. Al verla, sus padres comprendie­ron to­do. Ella tiró el cos­tal y se desplomó sin sentido. Pero aún no había os­cure­cido, cuando se levantó de un brin­co y dijo: “¿Ha­béis oído? Hasán me llama.”

—¿Dónde lo has dejado? —preguntaron sus padres.

—Allá, en la poza Celeste.

—¿Te has vuelto loca, niña? ¿Cómo va a llegarnos su voz desde una distancia de dos horas?

Pero ella no veía ya ni oía a nadie. Escuchó in­móvil, y dijo: “¡Mira cómo me llama, madre! ¡Qué lásti­ma! ¡Es­pera! ¡Voy a mi­rar!”. A duras penas la retuvie­ron esa no­che. Deambuló por los bosques que circun­dan el campamento hasta el amanecer. Al clarear el día, bajó a la po­za. Buscó, pero allí no había nadie. Pasó junto al arroyo y, cuando ya se iba, vio algo. Era el pa­ñuelo de hierbas de Hasán, que flotaba en el agua, engan­chado a una rama del gran plátano. Lo cogió, se lo metió en el seno y corrió co­rriente arriba y co­rriente abajo. “¡Hasán —gritaba—, da una voz para que llegue a ti!”. “¡No pude se­guirte Emine! —le respon­dían las montañas y los ris­cos—. ¡Sígueme tú a mí!”.

            Tres días anduvo errante por la floresta, sin co­mer ni be­ber, por las cumbres y ribera del arroyo, bus­cando a Hasán. Bajó a Zeytinli y preguntó a la madre. La an­ciana se mesaba llo­rando el cabello. Los aldea­nos, que creían ahogado al muchacho en la poza, le decían: “El to­rrente ha crecido con las lluvias otoñales. El cuer­po, ¡quién sabe en qué agujero habrá quedado me­tido! Tam­bién puede que el agua lo haya arrastrado hasta el mar”. Así hablaban; pero ella, al oírlos, res­pondía: “¡Men­tira! ¡Hasán no ha muerto! Sigue llamán­dome, aunque no me dice dónde está; pero yo lo bus­caré y lo encon­traré”.

            Los padres la siguieron, la cogieron y la encerra­ron. Pero ella se evadía, bajaba por el arroyo y seguía lla­mándolo. Se sen­taba en las lajas junto a la poza, e in­ven­taba y cantaba can­ciones de amor. Un día comu­nicó a su madre: “Hasán me re­clama. Me espera hoy en la poza Ce­leste. Esta vez lo hemos pac­tado: estaremos juntos en adelante”. Entre llan­tos y golpes, la madre re­plicó: “Pero, hija, ¿qué te pasa?”. La joven se escabulló y desapareció… Quienes pasaron aquel atardecer por la poza la encontraron allí, colgada de una rama del gran plátano con el pa­ñuelo de Hasán.»

            Hayer me miró con sus negros ojos a la cara y me dijo: «Por eso, desde entonces, a la poza Ce­leste la lla­man Ha­sanseahogó; y al gran plátano, plátano de Emi­ne. ¡Venga! Vá­monos antes de que se haga tarde».

Ano­che­cía. Abajo, el fragor del torrente crecía. Nos le­vantamos y ca­minamos. Puesto ya el sol tras el cabezo de Moza­rrubia, nos dejó expues­tos a una brisa fría que arreció de repente. En aquella ladera del Ida, cubierta de pinar hasta la falda y, desde allí hasta el mar, de oli­var, co­menzó un atardecer que se prolongó durante horas. El sol, oculto an­tes de tiempo tras los mil sete­cien­tos me­tros de altura del pico, parecía querer de­morar gus­tosa­mente aquella her­mosa hora del día. El viento, que so­plaba de la banda de Lesbos, torcía y mu­daba de rumbo en los cabos y ensenadas del golfo adramiteno, y volaba sobre el agua, for­mando olas en todas di­reccio­nes. Los últimos rayos de sol, después de herir y teñir de arrebol las nubes que coronaban el monte Madra, rever­bera­ban en el mar. Su superficie, mecida acá y allá, hacía visos. La cadena de colinas que yacen en la falda de la montaña y a veces se er­guían ca­si ante nosotros, seme­jaba a un cú­mulo de nubes oscu­ras amonto­nadas una sobre otra. Más lejos, frente por frente de Ayvalık, las lo­mas bajas de Hekatonisa, fuera de la sombra del Ida, aún ardían con el resplan­dor roji­zo del poniente, confundi­das con los promonto­rios de Lesbos, que la abrazaban desde atrás. El viento ululaba entre el ramaje de los pi­nos, y disper­saba hacia adelan­te la falda y el cabello fi­namente tren­zado de Hayer. Por primera vez me per­caté de la hermo­sura de aquella muchacha, con quien llevaba horas via­jando, y de lo acom­pasado de su mar­cha. Como si andu­viera por un trigal, iba al­zando leve­mente las rodillas y me­neando la cabeza adelante y atrás a cada paso que daba; y, mien­tras hollaba descalza la hierba y las colori­das flores, daba la impresión de un cuerpo in­grávido. Me puse a su lado y le dije: «Hayer, niña, ¿sa­bes al­guna de las can­ciones que cantaba Emine, sen­tada allí, junto a la poza? Cántame alguna antes de que llegue­mos a la braña».

            Se detuvo. Sus grandes ojos miraban absortos, co­mo per­didos en el paisaje que nos rodeaba y en la his­toria recién con­tada. En las sienes tenía, como surcos gruesos, las huellas del sudor mezclado con polvo y se­co después. Respiraba profun­da­mente. En ese mo­mento no se la distin­guía de la naturaleza cir­cundante. Era como una criatura nacida de la tierra, entre las flo­res, y criada en la penumbra del anochecer. Muy de quedo, movió los labios: «Te cantaré —me dijo— una de sus tona­das. Cuentan que la cantó poco antes de reunirse con Hasán». Me­ditó un poco y, con los ojos ce­rra­dos, añadió: «¡Quién sabe!». Luego se recostó en un pino; soltó el zu­rrón que le colgaba del hombro dere­cho; fijó la mirada en el suelo, y, con una voz tenue, pe­ro tan conmovedora que ponía los pelos de punta, can­tó así:

           

De lejos sentí tu voz;

            Tu pañuelo en el arroyo

Vi, y supe adónde fuiste,

Hasán; te seguí, y vine.

 

Mi rubio de fina estampa,

Suave vello y tez pálida,

Dulce voz y alma sensible,

Hasán; te seguí, y vine.

 

Casar y aduar te negaron;

En agua pura ahogado,

Espuma y polvo te hiciste,

Hasán; te seguí, y vine.

 

A monte abrupto traído,

Sin casamiento perdido,

Sin un sudario yaciste,

Hasán; te seguí, y vine.

 

Fuiste luto para mí,

Como Kerem para Aslí.

A monte y piedra voz diste,

Hasán; te seguí, y vine.

 

           

                                    

 


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